EL TRABAJO
Cuando trabajé en una lavandería (en la que,
por cierto, no duré ni un mes; aquello sí que era explotación pura y dura)
escribí una breve entrada en mi diario personal que copio aquí: «Cómo me
realizo colgando sábanas hospitalarias durante ocho horas». El trabajo no
dignifica en absoluto, al menos que te apasione tu profesión. La mayoría de la
clase obrera currela por una sola cuestión: la supervivencia.
El trabajo significa acatar órdenes,
recibir broncas, pero jamás cumplidos, estar pegado a una máquina durante ocho
largas horas haciendo el mismo gesto repetitivo para producir miles de piezas
que, al final del mes, engordaran la cuenta bancaria. No la tuya, la de la
élite que dirige la empresa en la que trabajas.
Y si, a todo ello, le añades que tienes la obligación de escuchar la Cadena 100 por encima del ensordecedor ruido de la fábrica, como me consta que ocurre en muchos entornos laborales, puede llegar el día en que se te agote la paciencia y te replantees toda tu vida. Ese día, perderás un empleo, pero habrás ganado la libertad de no ser un esclavo.
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