LA LOCURA
Existen muchos tipos de locura. La locura del amor, por ejemplo, es una clase de locura aceptada socialmente. Todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos enamorado. Lo que significa que hemos enloquecido por amor: no nos apetece comer, apenas dormimos, pensamos obsesivamente en esa persona, las famosas mariposas en el estómago no son más que ansiedad generalizada.
Otras tipologías de locura asumidas por
la sociedad son el culto religioso, el fútbol o la política. Sin embargo, hay una
locura que es objeto de segregación social. Si yo digo que hablo con los
árboles, o que el mundo entero conspira contra mí, o que soy Dios, o que
escucho voces, entonces, nos rasgamos las vestiduras y la rechazamos. ¿Por qué?
Pues creo que esta especie de locura actúa como un espejo en el resto de la
población. Y me explico: Si tú ves a un compañero de clase, que, hasta ese
momento se comportaba como los otros chavales, hablar con las voces que sólo él escucha
en su cabeza, puede que te mofes de él, pero, acto seguido, te preguntarás: «¿Y
si me ocurre a mí?». Y tus gayumbos, o tus bragas, empezarán a exhalar un delicioso
aroma. Y ese mismo miedo, ampliado por los hiperbólicos y amarillistas medios
de comunicación, es el germen de la exclusión social.
Resumiendo, uno puede arrodillarse ante
un altar y hablar con un Dios inexistente, pero, en cambio, no puede mantener
una conversación con un árbol, esto es, con un ser vivo al que puedes ver y abrazar.
Si te ven en plena calle charlando con un fresno, puede que aparezcan los
macacos y que te lleven directamente al psiquiátrico; eso sí, puedes apoyar al
fascismo fervientemente, o convertirte en un energúmeno viendo correr a
veintidós multimillonarios detrás de un balón. Si lo piensas bien, ¿no es una
absoluta locura?
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